A ella no le gustaba su sabor. Decía que sabían a tierra, que no tenían corazón. Y yo, claro está, siempre le daba la razón. Ignoro si en su infancia más remota ella probó alguna vez la tierra viva, pero lo cierto es que aquella crítica gastronómica era totalmente acertada: mis filetes sabían a tierra.
Era jueves y, como todos los jueves, Raquel y yo comíamos juntos. Juntos pero no revueltos, he de aclarar. Supongo que tiempo atrás estuve enamorado de ella, pero de aquellos sentimientos creo que nada quedaba en mi cuerpo.
Resulta curioso cómo el pasar de los años nos coloca a cada uno en nuestro lugar. A mí en una pequeña editorial de la ciudad en la que, al menos, hacíamos las cosas con gusto, ingenio y creatividad. Y a Raquel… a Raquel le había colocado en la silla de mi cocina, que no era poco. Ella siempre había andado de un sitio a otro, sin residencia, trabajo o amores fijos. Era un alma libre en el sentido más literal de la expresión: sin cargas, pesares o compromisos.
-Al menos harás un café como Dios manda, ¿no? -preguntó Raquel con una sonrisa.
-Al menos lo tomarás caliente -la respondí mientras recogía su plato de la mesa.
La conocí el primer año de facultad, aquel año que cambiaría todo lo demás. En aquella época yo llevaba el pelo largo, barba de tres días -que equivalía a la de un día sin afeitar de cualquier verdadero hombre- y un letrero enorme en el que se podía leer «salvadme».
Recuerdo que me tropecé con ella en el cruzar de alguna esquina y le tiré el café recién sacado de la máquina. Mientras ella no paraba de reírse yo sólo conseguí, entre disculpa y disculpa, ofrecerme a invitarle a otro.
-Suerte que el azúcar en grandes cantidades solapa el sabor de este horrible café -dijo sonriendo mientras una montañita blanca se formaba en el interior de la taza que sujetaba entre sus frías manos.
-¡Oye! Que mi café es bueno... o al menos lo pagué como tal -protesté algo indignado.
-Es posible que sea bueno -replicó ella-, pero de nada sirven unos buenos granos de café si no se saben preparar bien y eso, seamos sinceros, nunca fue tu especialidad.
Quizá, siendo un poco bromistas, podríamos decir que nuestra amistad se forjó entre tazas y tazas de café en horas de lengua española y, después, entre algún que otro filete con sabor a tierra. Pero supongo que eso sería resumir mucho nuestra estrecha relación de amistad a lo largo de tantos años y de tantas y diversas situaciones.
Yo cursaba filología hispánica y ella estaba matriculada en periodismo y, por problemas con el horario, Raquel asistía a las mismas clases de lengua que yo. Quizá sea una jugarreta de mi memoria, pero la verdad es que no recuerdo haberla visto en ellas antes del pequeño incidente con el café.
Ella siempre me arrastraba, con su sonrisa y su pelo nacarado, a la cafetería de la facultad. Y allí me lanzó al vacío y me inició en la sociedad universitaria. Ignoro cómo acabé en el equipo de debates, en la asamblea de la facultad, en clases de italiano… y en muchas otras cosas más. Tengo la imagen de nosotros dos corriendo entre la gente por los pasillos, de un lado hacia otro, ella delante y agarrándome de la mano mientras me incitaba a ir más deprisa diciéndome que la vida eran dos días y que a ese paso se nos iba a agotar antes de que haríamos nada que de verdad nos valiese la pena el haberla vivido.
-¿Sabes a quién vi ayer? -preguntó sin esperar respuesta- A David... a nuestro David agarrado a una mujer que empujaba un carrito de bebé.
-¿En serio?, ¿a David?, ¿a nuestro David? -no podía creérmelo.
-Sí… qué vueltas da la vida, ¿verdad?
Entre los vaivenes de la facultad, un día inesperado apareció él, David. «Es un amigo», me dijo al presentármelo. Y desde aquel momento no fuimos sino tres los que andamos de un sitio a otro en las carreras entre las clases, la cafetería y la multitud de reuniones a las que por aquellos tiempos asistíamos. Ella nunca me dijo de qué le conocía, lo único que pude averiguar es que hubo algo entre ellos dos que hacía algún tiempo acabó y que en aquel momento simplemente eran amigos. «Parece un buen tipo», fue mi primera impresión sobre él que ella conoció de mis labios. Y ella, mirándome fijamente con esos profundos ojos oscuros, me rogó que intentase adoptarlo en mi corazón.
-Quién lo diría… ¿y qué fue lo que te dijo? -la pregunté con curiosidad.
-Nada -respondió secamente.
-¿Cómo qué…?
-Él no me vio -Raquel cortó mi pregunta- no quise que me viera y que recordara tiempos mejores; cuando aún teníamos todo ante nosotros, y no había nada.
Recuerdo aquel día nítidamente en mi memoria y desearía erradicar aquellas imágenes que ensombrecen mi recuerdo de ella. Fue algunos años después, cuando mi imberbe cara estaba ya más poblada y mi pelo más adecuado a las modas y a los gustos de la época. Sé que fue en un período de exámenes, lo más seguro es que fuera a mediados de febrero, en una tarde tremendamente lluviosa y oscura. Recuerdo estar en una amplia sala realizando un examen -creo que era de literatura-, mientras el repiqueteo constante de la lluvia contra las ventanas se mezclaba con el de mi bolígrafo azul garabateando el folio en blanco; y el olor a verde mojado se mezclaba con el intenso aroma a madera que irradiaba aquella sala. Me veo en mi memoria levantándome de la silla, entregando satisfecho el examen y girando el picaporte de aquella puerta añeja. Y entonces una sombra, un sollozo, un lamento de persona me dijo hola desde las escaleras. Y allí estaba Raquel, allí estaban su corazón y sentimientos al alcance de mis torpes manos. Sólo me dijo que él se había ido y que ya no volvería. No pregunté nada más y la acogí entre mis brazos, la saqué del desolado edificio y la metí en mi coche para llevarla a algún sitio, a casa imagino. Aquella fue la primera y única vez que la vi llorar y la primera y única vez en que nos besamos. Creo que aquel beso fue su forma de desterrar todo el dolor de su cuerpo y de expulsarlo para siempre de ella. Aquel momento fue el comienzo y el final de algo que no debía ser y el resultado de tantas y tantas plegarias amorosas.
Supongo que mis recuerdos son anecdóticos, sólo son fragmentos inconexos de una vida pasada, ya olvidada y casi terminada. Pero es que sólo tengo eso, recuerdos. Sólo somos recuerdos de una vida que ya no es la nuestra y sólo tenemos la memoria para rescatarla. Muchos se aferran al pasado, a lo que pudo ser, al «y si yo...» y se olvidan de mirar hacia delante, hacia lo que verían si volviesen la cabeza del pasado y prestaran verdadera atención a lo que se les presenta ante sus ojos.
-No pienses en ello -me susurró Raquel mientras se levantaba de la silla y abandonaba la habitación.
-Es inevitable pensar… -contesté también en susurros cuando ella ya no estaba.
Y pensé que quizá ella tuviera razón, que quizá lo mejor era no pensar, no abnegarme con aquello y dejar el pasado donde estaba. Pero es que entonces los recuerdos se empezaban a agolpar en mi mente y me llamaban para poder salir y volver a resurgir. Y yo simplemente decidí no negarles sus deseos y averiguar, o al menos intentarlo, todo por fin.
-Se te ha acabado el papel en el cuarto de baño -me advirtió cuando volvió a entrar en la cocina.
-Vale, luego pongo más -la contesté.
Y en aquel preciso instante decidí preguntar algo que sabía que no debía preguntar, algo que jamás había osado a preguntar por miedo a la respuesta y por el respeto que tenía hacia ella. Sabía que no debía, que era algo únicamente de ella y que si no me había querido hacer partícipe en ello tendría sus motivos. Pero aún así…
-Raquel, debo preguntarte algo -empecé titubeante-. Debí preguntártelo tiempo atrás, pero es que fui incapaz… ¿qué fue lo que realmente pasó entre David y tú?
-Creo que es mejor que dejemos el pasado donde está -contestó amargamente.
-El pasado no se moverá de su sitio porque tú me lo cuentes, seguirá exactamente allí donde lo dejaste.
-No creo que…
-Por favor -la rogué-, creo que al menos me merezco eso.
-(…) -sólo silencio en su mirada.
-Raquel… -insistí.
-Está bien… si de verdad quieres saberlo te lo contaré. Y así entenderás muchos de los porqués de las preguntas que se agolpan en tu mente y que aún no tienen respuesta para ti.
Y en aquella sobremesa ella me contó todo lo que yo esperaba oír desde hacía tanto tiempo. Supongo que hay un momento para todo y para todos en esta vida y que aquel fue el nuestro. Sentí en aquellos instantes una unión y una sinceridad como nunca antes había sentido. Descubrí en sus palabras, gestos y lágrimas una confianza que sólo la juventud y el tiempo otorgan y que muy rara vez es duradera.